viernes, 24 de octubre de 2014

El soplo de las musas

Cuando uno va por Madrid mencionando a las Musas, lo más probable es que se esté refiriendo a una zona del barrio de San Blas o a la parada de metro que hay allí. Si no es ese el caso, cabe la posibilidad de estar hablando de mitología, arte o alguna faceta creativa e, incluso, de estar frente a un artista que diserta sobre la inspiración y sus vicisitudes. Por lo que a mí respecta, dados mis intereses y mis debilidades, podéis apostar casi con toda seguridad a que ando perdida por las brumas de los mitos y los sueños.

De pequeña aprendí que, en la antigua mitología helénica, las Musas eran las nueve hijas de Zeus y Mnemosine, que vivían en el monte Parnaso y que auspiciaban las artes y las ciencias. Incluso memoricé sus nombres (entonces era capaz de ejercer algún control sobre mi memoria, ahora sucede exactamente lo contrario): Clío, Calíope, Talía, Terpsícore, Erato, Euterpe, Urania, Polimnia y Melpómene. Recordar a qué campo asociar a cada una ya era un poco más arduo. La Historia con Clío, la comedia con Talía, la danza con Terpsícore… Poco a poco, van saliendo aunque suelo atascarme en las mismas. Por ejemplo, Polimnia me suena a polinizar hasta que me detengo a analizar el nombre y los muchos himnos que contiene me llevan a lo poético y lo sacro. Y sigo desgranando la lista.

Supe, más tarde, que estas musas canónicas no eran las primeras ni serían las últimas. Algo normal teniendo en cuenta la prolífica capacidad de los antiguos dioses para engendrar hijos a lo largo y ancho de todo el universo. En diferente número, con distintos nombres y diversos progenitores, se dispersaban por las tierras ancestrales para ser aclamadas por sus fieles. Desde las ninfas del Helicón hasta las camenas latinas. Los poetas clásicos las invocaban en sus cantos y dialogaban con ellas. A Safo, ya inmortalizada, Homero le concedió el título de Décima Musa. Las musas y su influencia se fueron multiplicando. 

El Parnaso
Fresco en Villa Albani, Roma. Anton Raphael Mengs, 1761. 

Según creencia popular y ampliamente aceptada, la asistencia de estas musas impulsa el hálito creador e inspira a los afortunados que reciben su visita a desarrollar su obra artística. Basta una pizca de talento innato, que uno tiene almacenado en el alma como una víbora enroscada pero presta a saltar sobre su presa, y el beso de la musa apropiada. Tú estás tan tranquilo, sentado frente a tu escritorio, en actitud ensoñadora mientras empuñas la pluma o apoyas las yemas de los dedos en el teclado del ordenador, cuando sientes un soplo en el oído que te dicta las palabras a escribir para conseguir la novela del siglo o el más profundo poema. Sin más. Sólo con su mudo susurro o un revoloteo etéreo. La escritura fluye en forma de torrente imparable, un Iguazú de frases perfectamente engarzadas desde el primer momento, impactantes y bellas hasta la infinitud. Así funcionan las musas. Ellas proveen. Y tú, margarita de un campo yermo, te conviertes de repente en frondoso rosal. Muy bonito, de verdad.

Si eres depositario de tal fortuna, permíteme felicitarte con entusiasmo y, de verdad te lo digo, ni un ápice de envidia. De verdad, insisto. No me llevo muy bien con las chispas divinas porque son proclives a provocar incendios. De tratar con los dioses a ingresar en un sanatorio mental hay un paso respetablemente corto. A mí me va más lo de apuntar pequeñas ideas que van surgiendo de lo que veo, de lo que siento o de supuestos que imagino y, de alguna manera, se aúnan para evolucionar hacia algo nuevo. Meter la mano en el ovillo de los recuerdos para tirar de un hilo y explorar las posibilidades de las historias que me cuento. Jugar con las palabras aunque, a veces, me pelee con ellas. Divertirme. Sí que hay una especie de chispa que se enciende en algún momento, por lo general después de que la mente lleve varios días frotando dos o más palitos. Y una musa que viene a verme sólo si la llamo y me da la espalda cuando no le presto la debida atención. La llamo Constancia. 


«¡Oh! ¡Quién tuviera una musa de fuego para escalar el cielo más resplandeciente de la invención!» 
William Shakespeare: “La vida del rey Enrique V”, acto I. 
(Obras completas. Ed. Aguilar, 1969. Trad.: Luis Astrana Marín)



Y a modo de banda sonora: 



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lunes, 13 de octubre de 2014

Otoño y decadencia

El otoño es una estación que tiende a la melancolía, quizá porque hace pensar en el paso del tiempo. Como la luz, el entusiasmo parece atenuarse. Ese correr los días hacia la oscuridad cada vez con más prisa. Las hojas desprendidas de los árboles y del calendario. Se acerca el invierno, el fin de año, otro más, nuevos propósitos, ¿qué objetivos se cumplieron? Hoy viento y mañana lluvia. El cambio, siempre una inquietud. Por lo visto, las ideas suicidas (y los suicidios consumados) se incrementan en primavera y otoño: épocas de transición que parecen favorecer el desequilibrio. Decadencia y caída.1

La decadencia del año no es nada, aun así, comparada con la que parece afectar a nuestra realidad mundana. Esa lleva más carrerilla, si cabe. Incluso se ha equipado con las alas del absurdo para echar a volar por encima de las cabezas, del bien y del mal, intentando dejar atrás cualquier huella de raciocinio que pueda estorbar su avance. Trucando el altímetro, si hace falta, para engañar al ojo y desaparecer entre las nubes a la primera de cambio. Así están las cosas. Una merienda de negros.2

Necesito respirar hondamente para no boquear como un pez fuera del agua cada mañana, al ojear los titulares del día. A ver qué perla encontramos. Qué aprendiz de alquimista ha convertido su cargo en oro. Qué intrigante de postín presume de su último escándalo. Qué epidemia de sinsentidos va a dar de qué hablar hoy. Y, por si no se formara por sí solo el suficiente alboroto, siempre habrá un correveidile que se ocupe de aumentar el ruido. Ya sabéis. ¡Noticia bomba!3

Si la primavera fue inestable, este otoño no queda atrás. Línea continua del desbarajuste político que anima la vida pública: despropósitos, canalladas e ineptitudes varias se acumulan en el haber de una clase que se aleja más, cada día que pasa, del pueblo al que se supone que representa. A esto se le une la sinvergonzonería de otra clase tan distante o más de la gente llana: el poder económico que, desde la penumbra, extiende su larga y siniestra mano cual Sauron desatado. Nos avasallan con sus hordas. ¿Qué pretenden? Rendición incondicional.4

No. No nos rindamos. Defendamos lo que más importa. Los seres queridos.5 No hay más banderas6 que las de la libertad, por lo menos la de pensamiento. Más allá de estos cuerpos viles7, que algún día no serán más que un puñado de polvo8. Debemos legar a nuestros sucesores algo que merezca la pena, algo mejor que una utopía, no un amor entre las ruinas9.



1 Recordatorio: releer a Evelyn Waugh.
2 Recordatorio: insisto en releer a Evelyn Waugh.
3 Recordatorio: sin excusas para releer a Evelyn Waugh.
4 Recordatorio: leer lo que tengo pendiente de Evelyn Waugh.

5, 6, 7, 8, 9 Observación: Sólo intentaba desahogar la hartura que me llena estos días. No sé si como terapia habrá servido pero algo me queda claro: mi mente pide volver a Evelyn Waugh.


Ahora no sé si preguntar qué tal lleváis este otoño o si habéis leído a Evelyn Waugh…

 

lunes, 6 de octubre de 2014

Sobre corazones hambrientos


Todos tenemos el corazón hambriento, de uno u otro modo. Todos necesitamos nuestra ración de amor. Amor de pareja, amor de padres, amor fraterno o amor de amigos. Incluso amor propio. De éste, a veces, dosis doble. A veces ni siquiera se sabe de qué tiene hambre este pobre corazón nuestro y se sufre, nos duele el deseo insatisfecho de algo que se nos escapa.

Hay corazones famélicos que no han aprendido a reconocer su hambre. Quieren éxito o dinero, algún tipo de reconocimiento: es amarse a sí mismos lo que les hace falta. Algunos glotones anímicos nunca se sacian y viven en eterna frustración. Darían lástima si no fuera por su egoísmo, por su afán de acaparar, que más bien provoca desdén. Y están los desdichados, sí, los que carecen de la porción que debió tocarles por alguna jugada del destino. Unos la tuvieron y la perdieron, y ahora la echan de menos; a otros nunca les llegó.

Existen miles de historias sobre todos ellos, muchas ya se han contado y otras tantas están por contar. Seguro que cada uno tenemos la nuestra.

Hoy dejo que el Boss cante la suya. Precisamente hoy, porque es algo especial.





Gracias, ‘Leo’, por estos diecisiete años que llevas alimentando el mío.



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viernes, 3 de octubre de 2014

"L'esprit de l'escalier" o la contestación que no llegó a tiempo.


«Quisiera que me hubiera salido un comentario agudo y sarcástico, 
pero se me ocurrirá esta noche, como si lo viera.» 

La señorita Pole en “Cranford”, de Elizabeth Gaskell.


Seguro que os ha pasado más de una vez: al rato de haber mantenido una conversación, se os ocurre la respuesta adecuada a algún comentario que quedó sin contestar por falta de reflejos en aquel instante. No es como morderte la lengua para no soltar tres frescas a alguien que se lo está buscando, porque no merece la pena perder la dignidad a costa de intercambiar impertinencias. Es un bloqueo momentáneo y de lo más fastidioso. 

Cuando eres lo bastante joven como para resultar fácil de abochornar, puedes llegar a creer que es señal de escaso ingenio e, incluso, acomplejarte un poco por ello. Luego te das cuenta de que es habitual, que a todo el mundo le pasa, bastante más de lo que piensas. Tanto, de hecho, que los franceses han llegado a darle un nombre a ese momento en que das con la contestación que ya no necesitas: “l’esprit de l’escalier”.

Sonaría muy interesante decir que aprendí esa expresión leyendo a Diderot (y si fuera en su idioma original, mucho mejor), pero voy a confesar sin vergüenza alguna que llegué a ella a través de Charles Schulz y su genial Charlie Brown, de quienes soy confesa admiradora. Bueno, en realidad fue la resabiada Marcia, quien la utilizó en una de las tiras cómicas y me hizo bucear en busca de su significado. Y me encantó. Ahora, cada vez que me quedo en blanco ante alguna frase que me hace desear replicar y no consigo hacerlo, visualizo una larga escalera que se pierde en la oscuridad e intento imaginar en qué escalón perdido encontraré esa réplica agazapada, mirándome con burla por mi torpeza.





¿Os ha pasado a vosotros alguna vez?
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