lunes, 30 de junio de 2014

Para terminar el lunes, un poquito de cielo.

"Heaven, I'm in heaven. And my heart beats so that I can't hardly speak..." 

Así empieza "Cheek to Cheek" uno de mis temas favoritos del compositor Irving Berling, que hoy traigo a este rincón. 

Aunque siempre estará asociado a Fred Astaire y Ginger Rogers en la película "Sombrero de copa" (Mark Sandrich, 1935), dejo la espléndida versión de Eva Cassidy en su grabación "Live at Blues Alley".



Si no puedes ver el vídeo, pincha aquí para verlo en YouTube

Buen resto de semana.

viernes, 27 de junio de 2014

Matones de colegio a los cuarenta años

Y digo cuarenta como podría decir treinta o cincuenta. Me refiero a esos tipos adultos a los cuales, en razón de su edad, se les supone cierto grado de madurez e inteligencia pero, a la postre, demuestran muy poca. A esos que van por el mundo con aires de perdonavidas, alardeando de su posición materialmente superior aunque demuestran una inferioridad moral  que les valdría un premio al más mezquino del año. Esos bárbaros con traje de chaqueta que confunden el respeto con el miedo a la hora de intentar imponerse. Esos mentecatos incapaces de reconocer sus carencias aunque metan el pie en ellas. Esos indeseables cuyos argumentos se reducen a la coacción y la fuerza bruta.

Tal vez aprendieron esas sucias estrategias en su infancia, educados en una ética egocéntrica dirigida al éxito a cualquier precio. Me atrevo a pensar, sin embargo, que muchos de ellos fueron niños que sufrieron a sus propios matones de colegio. Niños débiles, no tanto en lo físico como en lo emocional, que adoptaron al crecer el rol de quienes los sometieron y ahora buscan su satisfacción en poner a los demás bajo su zapato.

No sé si debería sentir lástima por ellos, pero lo cierto es que no siento ninguna. Bastante esfuerzo supone sufrirlos. Quizá la edad me ha vuelto intolerante pero cada vez me cuesta más verles la sonrisa hipócrita, escuchar su tono petulante y, sobre todo, aguantar el tipo. A veces tengo problemas con las bridas del autocontrol y, de morderme la lengua, puedo hacerme sangrar. Lo peor es la cara, que tiende a independizarse de cualquier pensamiento moderado que consiga adueñarse de mi mente. Por muy asumida que tenga la presencia de semejantes personajes, a veces los ojos me traicionan.


Por desgracia, ahí están, formando parte del paisaje cotidiano a nuestro pesar. Es como vivir al lado de un estercolero. Al fin y al cabo, son poco más que basura. 


lunes, 16 de junio de 2014

Los hijos de la inmigración: entre la integración y la crisis de identidad.

Este artículo se publicó en la revista Ábrete Libro el pasado mes de abril, 
dentro del número de primavera dedicado a la inmigración. 





Una de las razones que hicieron grande al Imperio Romano fue su capacidad para asimilar el sustrato cultural de los lugares por los que se expandía y hacerlo suyo. Aquí hay una creencia en un dios: la adoptamos. Ahí una costumbre ancestral: la absorbemos. Y crecemos. Anclarse en una roca no te deja moverte en ninguna dirección. Y si te mueves, te adaptas; hay que hacerlo para sobrevivir. Adaptarse no es perder raíces, ni olvidar el pasado, ni desprenderse de la esencia. Es vestir con nuevos ropajes el propio cuerpo, más flexible tras haberse acomodado al medio pero con el mismo corazón por dentro. Hace unos años, en un programa de televisión, realizaban una encuesta a extranjeros que residían en España y un joven chino, hijo de inmigrantes, se definió como “generación plátano: amarillo por fuera, blanco por dentro”. El comentario me resultó tan simpático como sugerente por su dualidad y reflejaba muy bien ese estar a caballo entre la cultura madre y la que te aloja, la memoria y la realidad.

Aunque sea necesaria, la adaptación no tiene por qué ser fácil y muchas veces no lo es, especialmente cuando la llegada a esa nueva vida tiene algo de forzada o porque se sabe temporal. ¿Para qué cambiar los hábitos si no es más que un hito pasajero, si volveremos a casa y a nuestras costumbres de siempre? Ese es uno de los problemas que se afronta en la inmigración. ¿Hasta qué punto se integran los inmigrantes en la sociedad que los acoge? En diferentes grados y según las circunstancias, supongo. Cabezotas aferrados a convicciones de plomo los hay en todas partes. ¿Y sus hijos? ¿Esa segunda generación que se ha criado en las enseñanzas de una tradición foránea mientras vive y convive con una sociedad de diferente pensamiento que, en muchas ocasiones, les resulta más libre y atractiva? Quizá ese caballo de la cultura los arrastre en dos direcciones incluso de forma dolorosa.

En otoño del año 2005, los suburbios de París se vieron envueltos en sucesivos disturbios protagonizados por los inmigrantes africanos (musulmanes norteafricanos en su mayor parte) que habitaban las barriadas. Originados por la muerte de dos adolescentes a quienes perseguía la policía y azuzados por las diferencias étnicas y religiosas (que alimentó el entonces Ministro del Interior Sarkozy, al calificar de “escoria” a los primeros manifestantes), los incidentes se extendieron a otras poblaciones francesas. La tensión palpitante entre las culturas de la inmigración y los problemas sociales que padecían eclosionaron con violencia.


Justo un año antes, en octubre del 2004, se había publicado una novela, que sorprendió en el panorama literario francés, firmada por una todavía adolescente escritora de origen argelino: “Mañana será otro día”. Faiza Guenè tenía entonces dieciocho años y narraba en primera persona, con la voz de una chica de quince años hija de inmigrantes marroquíes, una voz que no ahorraba en rudeza y acidez, la difícil vida en los suburbios parisinos. Los mismos que no tardarían en arder, figurada y literalmente, con la desesperación propia de quienes sienten que no tienen mucho que perder.

martes, 10 de junio de 2014

Primavera inestable

Suena un tanto redundante porque la primavera es inestabilidad, si no por definición al menos por una suerte de pensamiento consuetudinario. Cualquier anomalía sufrida o perpetrada en estas fechas la achacamos sin reparos a la primavera, cajón de sastre para los desastres, como si no tuviera ya bastante responsabilidad sobre los desmanes de nuestros cuerpos viles. Astenia, alergias y sarpullidos brotan a capricho para cambiar el ritmo de unas vidas que se habían acomodado a las rutinas del invierno. Uno ya no moquea por un vulgar catarro sino por una reacción a la exuberancia estacional. Espléndido. Los cambios son buenos. Debe de ser por eso que la primavera los propicia: la naturaleza bulle, los días se alargan, la gente se altera… Sí, quizá sea éste uno de los síntomas más llamativos de la “primaveritis aguda”, la alteración del ánimo. Y este año estamos sufriendo un caso de especial agudeza, se diría.

En lo particular, diríase que esta estación canalla está cebándose con nosotros. No lo he investigado (confieso mi falta de rigor, pero es lo que tienen las improvisaciones) pero no me extrañaría que los negocios farmacéuticos y parafarmacéuticos hubieran levantado sus cifras de venta gracias a los antihistamínicos, los inhaladores, las pomadas, los compuestos vitamínicos, etc. No sé vosotros pero a ésta que suscribe, por mucha agua que beba, la congestión y el picor de ojos no se le quitan tan fácilmente. Y el desánimo que acompaña el madrugón de cada mañana, tampoco. Claro que este último es lógico. Asistir día tras día a este circo que nos acompaña es para desanimarse. ¿O no?

Parece que en lo general también andamos de primavera exacerbada. Calentita y discutida, como poco. Se empezó con más suavidad de la que podría haberse dado, habiendo una campaña electoral de por medio. Sin embargo, resultó descafeinada. Hubo intentos de animarla pero se quedaron en eso, en intentos, absurdos como riñas de colegio. Que si tú eres tonto, que si tú más, que si tú me perdiste el balón y yo te voy a romper el patinete… y simplezas por el estilo. No cabía esperar otra cosa, siendo como son nuestros políticos expertos en el juego del “y tú más” y teniendo en cuenta el carácter secundario que, por lo visto, se le da a unos comicios europeos. Como si Europa fuera un ente ajeno a nosotros, situado en una galaxia muy, muy lejana, y no tuviera influencia en el devenir cotidiano. Se nos olvida que el Imperio tiene armas poderosas; Darth Merkel no deja de respirarnos en el cogote.

Entonces nos sucedieron las elecciones. Apareció el balón y le dio al dueño un golpe en la cabeza, el patinete derrapó cuesta abajo hasta estrellarse contra una pared. Uy, qué dolor. Y la banda del patio se alborotó toda. Los enemigos comunes crean extrañas alianzas, así que se volvieron todos contra ese niño nuevo que se atrevía a correr por su esquinita del recreo, jugando a su manera. Y salieron los matones a relucir. Qué mezquinos son los malos perdedores pero aún peor resultan los malos ganadores, sobre todo cuando la ganancia es pobre. Porque, no nos engañemos, al final es lo que buscan: un botín (con minúsculas, adviértase, aunque con mayúsculas también sirve) gratificante. Y que ese mequetrefe que apenas tiene media bofetada se haya hecho hueco en el rincón duele, duele mucho.

Así andábamos todavía, a vueltas con la primavera post-electoral y los picores de tanto sarpullido, cuando eclosionó un nuevo huevo de Proserpina. Nos levantamos un lunes con toda nuestra congestión y, antes de habernos limpiado las legañas, otro arrebato público: el rey abdica, viva el rey. Así, sin anestesia ni nada. La principesca crisálida (no, igual que no hay miembras no hay crisálidos) se convertirá en breve en una mariposa monarca y expandirá sus alas sobre su reino… Un momento, un momento. Este aleteo revoluciona el polen y provoca reacciones sumamente alérgicas que se extienden por los cuatro puntos cardinales. Los corazones republicanos dan rienda suelta a sus deseos que, aún hoy, parecen tener algo de utópico. Ah, pero sin utopía, ¿qué sería de nuestros sueños, de esa búsqueda de un mundo ideal? Probablemente nos estancaríamos. Así que soñamos, buscamos, luchamos con palabras —aunque a veces surgen cafres, pues los hay en todas partes, que dejan las palabras a un lado para perder la razón con la sinrazón de sus manos—. Y seguimos esperando.

Mientras tanto, en los mentideros se murmura sobre el repentino movimiento y los próximos acontecimientos. Que si el descalabro de unos ha propiciado la huida hacia delante de los otros, que si la preparación de uno y la imagen de la otra, que si gustan o si no. Todo el país convertido en un programa de cotilleo en el que los moderadores se mantienen entre bambalinas, controlando la coreografía. En los camerinos, se organiza el acto principal con la debida discreción. ¿Cuánto costará todo ese atrezzo? ¿Seremos capaces de vitorear tanto dispendio en medio de tanto ajuste discriminado?  Mi memoria caprichosa me trae, una y otra vez, la escena de la coronación de Buttercup en “La princesa prometida” y me pregunto si habrá, en esta ocasión, alguna lúcida bruja que se atreva a gritar «¡buh, buh!».

Quienes sí gritan, todavía, son los justamente indignados por los agravios que siguen cometiendo esos dirigentes de boca grande, mente pequeña y dedo tieso. Esos que pisotean derechos y promueven las desigualdades. Esos mentecatos que utilizan el insulto a modo de argumento. Esos hipócritas que acusan a destajo sin reconocer sus propios fallos. Esos pusilánimes incapaces de confesar sus culpas. Esos déspotas que pisotean al débil para acallarlo. Esos malnacidos que están jugando con el hambre de los niños… Porque aquí no hay excusa. Los niños son sagrados. Y esa caterva de hombres y mujeres que han perdido honor y honra han llegado al extremo de utilizarlos. No les bastaba con las corruptelas, los engaños y  la cobardía. Ni les bastará, mientras sigan siendo los reyes del mambo. Esto es más que una primavera loca.

Ahora se nos olvidará o, al menos, se desdibujará porque llega, en esta recta final, el desequilibrio que siempre agarra por las vísceras: el fútbol. Negocio y espectáculo antes que deporte, esta primavera ha enloquecido del todo y nos ha dado un final de temporada de los que califican de trepidante, de partido del siglo o incluso del milenio. Y, por si fuera poco, ahora “El Mundial”. Un mundial sacudido por otros sarpullidos que también intentan ser soslayados antes que solucionados. Pero somos favoritos, mujer, por lo menos los vigentes campeones.  ¿Quiénes, si no, van a ser nuestros héroes? ¿Los científicos, los filósofos u otra especie sin relevancia?  Después de todo, el fútbol es el nuevo dios. La voz potente tras la que se esconde el sacerdocio monetario, el que realmente gobierna todo. Poderoso caballero. Cuando él estornuda, nosotros moqueamos.

Entre tanto agente alérgeno, no encuentro antihistamínico que nos deje respirar. Esta congestión nos va a durar. Y me temo que voy a necesitar muchos pañuelos para sobrellevar esta puñetera primavera. 


lunes, 9 de junio de 2014

En los cajones de mi escritorio

¿Qué guardo? Papel, más que nada, papel y palabras. Libros, cuadernos y hojas sueltas; lecturas, escritos y anotaciones varias. Desde pequeña soy lectora entusiasta, incluso compulsiva, pero además me gusta -como decía Pessoa- palabrear:

«Me gusta decir. Diré mejor: me gusta palabrear. Las palabras son para mí cuerpos tocables, sirenas visibles, sensualidades incorporadas.»

Y palabreo, de una u otra forma, en cualquier momento, en cualquier lugar... Porque estoy hecha de palabras, que corren por mis venas, laten en mi corazón, aletean en mi alma. 

La manera de dar vida a las palabras es usarlas y compartirlas; si no, es como si languidecieran en los blancos ataúdes de las páginas que nadie lee. Por eso las comparto. 

Apuntes, fragmentos, esbozos; citas y notas de escritores y para escritores, sobre la escritura y para la escritura. Todo cabe aquí, en estos cajones que he empezado a abrir. 






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