Este artículo se publicó en la revista Ábrete Libro el pasado mes de abril,
dentro del número de primavera dedicado a la inmigración.
Una de las razones que
hicieron grande al Imperio Romano fue su capacidad para asimilar el sustrato
cultural de los lugares por los que se expandía y hacerlo suyo. Aquí hay una creencia
en un dios: la adoptamos. Ahí una costumbre ancestral: la absorbemos. Y
crecemos. Anclarse en una roca no te deja moverte en ninguna dirección. Y si te
mueves, te adaptas; hay que hacerlo para sobrevivir. Adaptarse no es perder
raíces, ni olvidar el pasado, ni desprenderse de la esencia. Es vestir con
nuevos ropajes el propio cuerpo, más flexible tras haberse acomodado al medio
pero con el mismo corazón por dentro. Hace unos años, en un programa de
televisión, realizaban una encuesta a extranjeros que residían en España y un
joven chino, hijo de inmigrantes, se definió como “generación plátano: amarillo
por fuera, blanco por dentro”. El comentario me resultó tan simpático como
sugerente por su dualidad y reflejaba muy bien ese estar a caballo entre la
cultura madre y la que te aloja, la memoria y la realidad.
Aunque sea necesaria,
la adaptación no tiene por qué ser fácil y muchas veces no lo es, especialmente
cuando la llegada a esa nueva vida tiene algo de forzada o porque se sabe
temporal. ¿Para qué cambiar los hábitos si no es más que un hito pasajero, si
volveremos a casa y a nuestras costumbres de siempre? Ese es uno de los
problemas que se afronta en la inmigración. ¿Hasta qué punto se integran los
inmigrantes en la sociedad que los acoge? En diferentes grados y según las
circunstancias, supongo. Cabezotas aferrados a convicciones de plomo los hay en
todas partes. ¿Y sus hijos? ¿Esa segunda generación que se ha criado en las
enseñanzas de una tradición foránea mientras vive y convive con una sociedad de
diferente pensamiento que, en muchas ocasiones, les resulta más libre y
atractiva? Quizá ese caballo de la cultura los arrastre en dos direcciones
incluso de forma dolorosa.
En otoño del año 2005, los
suburbios de París se vieron envueltos en sucesivos disturbios protagonizados
por los inmigrantes africanos (musulmanes norteafricanos en su mayor parte) que
habitaban las barriadas. Originados por la muerte de dos adolescentes a quienes
perseguía la policía y azuzados por las diferencias étnicas y religiosas (que
alimentó el entonces Ministro del Interior Sarkozy, al calificar de “escoria” a
los primeros manifestantes), los incidentes se extendieron a otras poblaciones
francesas. La tensión palpitante entre las culturas de la inmigración y los
problemas sociales que padecían eclosionaron con violencia.
Justo un año antes, en
octubre del 2004, se había publicado una novela, que sorprendió en el panorama
literario francés, firmada por una todavía adolescente escritora de origen
argelino: “Mañana será otro día”. Faiza
Guenè tenía entonces dieciocho años y narraba en primera persona, con la voz de
una chica de quince años hija de inmigrantes marroquíes, una voz que no
ahorraba en rudeza y acidez, la difícil vida en los suburbios parisinos. Los
mismos que no tardarían en arder, figurada y literalmente, con la desesperación
propia de quienes sienten que no tienen mucho que perder.
La novela de Guenè no
es estilísticamente rompedora, no te deja sin aliento ni te hace exclamar: «¡Es
impresionante!». Sin embargo, pone el dedo en la dolorosa llaga de un segmento
social creciente a través de la visión cínica de su protagonista. Con un
lenguaje directo propio de la juventud, se recubre de un caparazón de fingido
desapego intentando poner distancia entre ella y la realidad del suburbio Du
Paradis (irónico nombre para un barrio marginal, casi un gueto, de inmigrantes
magrebíes) donde vive. Pobreza, fracaso y delincuencia; pero también amistad,
sueños y posibilidades. Todo pasa por el tamiz del humor feroz de Doria.
«Me he
fijado en que siempre nos consolamos mirando a los que están peor que nosotros.
Pues bien, yo esa noche me quedé más tranquila pensando en el pobre
Nabil.»
Aunque hay momentos en
los que la sordidez duele. Si la adolescencia es una crisis de identidad por sí
misma, se multiplica con la sensación de un alma híbrida.
«El futuro nos
preocupa, pero no debería, ya que quizá ni siquiera tengamos futuro. […] A
veces pienso en la muerte. Incluso he llegado a soñar con ella.»
Pero Doria no
es victimista, no se muestra frágil sino furiosa ante un destino que se prevé
estéril. Ella quiere luchar, mejorar, participar; sueña con una vaga idea de
libertad.
«Yo creo que tal vez sea ese el motivo por el que los suburbios están
dejados de la mano de Dios, porque aquí hay poca gente que vote. Y si no
votamos, no somos de ninguna utilidad pública. Yo, cuando cumpla los dieciocho,
pienso ir a votar. Aquí nunca tenemos ni voz ni voto, así que cuando nos los
ceden, hay que aprovechar.»
Aprovechar las oportunidades,
tan escasas cuando las metas son pequeñas. Volver al Magreb y a las antiguas
tradiciones de matrimonios concertados y vidas sumisas. Avanzar hacia un futuro
atado a la precariedad y a los deseos muchas veces insatisfechos. Libertad con
límites impuestos. Como lo es siempre, en la práctica.
Sin ser una novela
deslumbrante, resulta lúcida e, incluso, hasta cierto punto premonitoria:
«Yo encabezaré la
rebelión del suburbio Du Paradis. Los titulares de los periódicos rezarán:
“Doria incendia el arrabal”; o incluso: “La Pasionaria de la periferia hace
saltar el polvorín.” Pero la mía no será una rebelión violenta, como la de la
película El odio, que no acaba
demasiado bien que digamos. Será una rebelión inteligente, sin violencia, en la
que nos alzaremos para que se nos reconozca a todos. En la vida no sólo están
el rap y el fútbol. Al igual que Rimbaud, llevaremos dentro “el grito de los
Infames, el clamor de los Malditos”».
En esto último falló:
la rebelión no fue pacífica. Pocas veces lo son. Y todavía esperamos el momento
en que, de verdad, se nos reconozca a todos tal como somos, con nuestras
diferencias pero sin distinciones.
Ficha del libro:
"Mañana será otro día". Faiza Guène.
Título original: "Kiffe kiffe demain" (2004)
Traducción: Jordi Martín Lloret
Editorial Salamandra.
1ª edición, mayo 2006.
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