Tras esta frase pronunciada en tono incisivo por una vecina con pinta de chismosa, en un trayecto de ascensor, la interpelada se ruboriza como una niña pillada en travesura. La señora ha descubierto el secreto de su expresión radiante. Perfecto. Ahora sé qué tengo que hacer para andar por la vida con el aspecto de quien ha tenido una sesión de sexo catárquico después de ocho horas seguidas de sueño: cocinar arroz.
Alguien me dijo, hace ya bastante tiempo, que si no entendía o no me gustaba un anuncio publicitario era porque no estaba destinado a mí. Será que hay muy pocos anuncios destinados a mí o que soy completamente idiota, pero es ponerme delante de la tele y, en cuanto veo pasar dos o tres, me sobreviene la carcajada sardónica. O el resoplido de hartazgo, si me pilla con el humor decaído. La mayoría se me escapan y no por una cuestión de credibilidad, ya que, por regla general, las promesas de los productos anunciados las “pongo en cuarentena”, como diría mi madre. Es la profundidad argumental la que no alcanzo. Signo de necedad por mi parte, sin duda.
¿Quién me puede explicar, por ejemplo, la relación entre un monje budista en meditación y un repelente de mosquitos? Parece que, pese a ser pasto jugoso para los rebaños de mosquitos en cuanto llega la temporada, no estoy hecha para repelerlos. Ni a los mosquitos, ni a los abejonejos, ya puesta. Cruel destino. Como el que me conduce al estreñimiento por negarme a ser arrastrada por un destacamento policial que parece salido de las páginas de “Fahrenheit 451”. O a perderme el pecaminoso placer de sentirme como la chica del sombrío Grey al meter los platos sucios en el lavavajillas.
No es que pretenda arremeter contra la publicidad o los publicistas, los dioses me libren. De hecho su creatividad merece toda mi admiración, más aún si brilla en compañía de la inteligencia. Es la capacidad (o su falta) de conectar lo que me llama la atención en algunos casos. La comicidad que se da por supuesta y me deja fría, haciéndome dudar de mi sentido del humor, o el sentirme perpleja cuando encuentro, todavía, anuncios en los que se respira un toque de ranciedad. Será la moda de lo “retro”, es decir, el retroceso que estamos sufriendo en demasiados aspectos.
A un lado dejo la atmósfera de cotidianeidad artificiosa, el sentimiento de manipulación o el impulso al consumismo como sustituto de la felicidad según qué productos o empresas. Son los expertos quienes realizan el análisis detallado y ya hay suficientes estudios, documentados y especializados, sobre ideas, intencionalidad y contextos. Sólo soy una mirada al otro lado de la pantalla, una cliente potencial que, la verdad, pocas veces se ve convencida.