lunes, 15 de junio de 2015

Cerrar puertas, abrir ventanas.

A veces cuesta tomar decisiones, aunque en el fondo sabes que son inevitables, y vas retrasándolas por un vago sentimiento de nostalgia anticipada, una especie de temor a perder una parte de ti que aferrabas con un fervor casi absurdo. El apego, la costumbre, una cierta forma de identidad. Es difícil deshacerse de los fragmentos del espejo en que te miras cuando te preguntas, con la ingenuidad del niño: ¿y si dejo de verme? En ese trocito de azogue hay un trocito de mí, ahora estoy incompleta. Pero no. Si lo miras bien verás que es solo un cristal vacío, que esa imagen reflejada no eres tú, que si te mueves un poco te verás entera de nuevo y, en realidad, no necesitas el espejo para saber que estás.

Este blog es un fragmento de espejo, un puñado de trocitos desprendidos de una parte de la imagen reflejada en el azogue de las palabras. Creí cuando nació, pronto hará dos años, que podía escindirme y mantener separadas las secciones resultantes, como si fueran independientes las unas de las otras. Lo creía de verdad. Este perverso hábito de diferenciar e identificar partiendo de la fracción, olvidando que lo que nos identifica es el conjunto de esas pequeñas cosas que nos diferencian al unirse en una totalidad. No puedo mirar en dos direcciones al mismo tiempo, no tengo las dos caras de Jano bifronte. Soy una y soy simple. Los lados que me componen no son tan distintos y, cuando los separo, tienden a reencontrarse.

Como hay un momento para cada acción bajo el cielo, hubo un momento para aventurarme y explorar posibilidades. Ahora ha llegado el momento de simplificar. Demasiadas puertas abiertas provocan corrientes de aire, por eso las he ido cerrando hasta encontrar mi espacio, mi habitación propia.

He puesto el espejo de cuerpo entero en la biblioteca, donde me siento tan cómoda, junto al sillón de lectura. También hay allí una ventana para mirar el mundo. Y un escritorio para contarlo.

Allí os espero.

Eleven AM. Edward Hopper (1926)



Gracias por vuestra compañía todo este tiempo.


sábado, 30 de mayo de 2015

Solo palabras

Solo son palabras, dicen algunos con desdén, quitándoles importancia. Nada más. Como si no fuera suficiente. Las palabras tienen poder: son capaces de crear un mundo y de destrozar una vida.

Cualquiera que haya leído un poco sabe que en las palabras reside la magia. Dan forma a los hechizos que el escritor va formulando a lo largo de las páginas y te transforman, al menos mientras dura el libro. Palabras hechas de luz y de sombra que dejan cicatrices en los dedos de quienes juegan con ellas, porque la magia se cobra su precio en especie y cada sortilegio es una muesca más en tu alma. 

Un beso alegra el corazón y hay palabras que te besan, te acarician y calientan el frío que la estela de los días deja. Una palabra dicha en el momento adecuado puede salvarte de la oscuridad, de los monstruos de tu mente que, también, han utilizado las palabras para hacerte caer. Otras llegan a deshora, redondas y contundentes como balas de cañón para aplastarte bajo tu peso; o llenas de filos que se van clavando poco a poco, hasta desangrarte.

También son puñeteras las palabras que acuden a tus labios cuando no las has llamado y traicionan pensamientos que preferirías tener guardados para ti. Otras veces, sin embargo, si necesitas su ayuda, se dejan llevar por la malicia y juegan al escondite, dejándote en ridículo. No puedes fiarte de ellas porque pueden ocultar mucho más de lo que dicen. 

Hay palabras que arrastran a la gente tras de sí. En boca de algunos hombres han guiado ejércitos y levantado a las masas, envilecidas a veces por la falta del armazón del razonamiento pero desaforadamente contagiosas. Pronunciadas por labios más amables se procura el consuelo y se calma al inquieto, o se las llena de astucia para el halago y la manipulación.

Se enseña con las palabras, para bien o para mal, dando voz al pensamiento y a los hechos con los que pretendemos construirnos. Les ponen zapatillas de andar a las ideas que sobrevuelan, con ellas se plantean preguntas y se dan las respuestas. A ellas acudimos para hacer tangible el mundo que nos rodea. Las necesitamos a modo de gafas que enfocan la visión de lo que, por ser abstracto, tememos que se nos escape.

Las palabras atrapan, cautivan, esclavizan. Son el barco que nos lleva y la tempestad que nos sacude, un océano en el que nadar o ahogarse. Instrumentos de precisión. Objetos de deseo.

Solo son palabras, dicen algunos. Nada más. Y nada menos.


*****


Escribí este texto para La piedra de Sísifo, el estupendo blog cultural de Alejandro Gamero, el pasado febrero. Lo he recordado y he querido recuperarlo. 

sábado, 23 de mayo de 2015

En el metro

Se toca el reverso de una mano con las yemas de los dedos de la otra en un movimiento exquisitamente lento que recorre el contorno, las líneas internas, una y otra vez. El rostro es rubicundo e imberbe todavía (o muy bien rasurado), aparenta diecisiete o dieciocho años y hay en él un algo tierno que conmueve, un vago rastro de infancia que aletea en esa forma de estar perdido en sí mismo, como el niño que juega olvidado del mundo.

Sentada a su lado, una mujer lee sin fijarse en él. Nadie se fija en él, nadie ve su concentración al rozarse la palma de la mano, los dedos de arriba abajo, entrecerrados los ojos por la delectación en el propio tacto, como si lo estuviera descubriendo. Todos llevan una frontera consigo, su propio foco de atención contenida que les impide detenerse en la visión de ese chico rubio ensimismado en su autoexploración tan delimitada.

Tiene las manos grandes y los dedos fuertes de quien trabaja con ellos, pero parecen ingrávidos mientras continúan palpándose con delicadeza, ahora el anverso, la muñeca, el antebrazo, esa zona interior donde la piel es más fina y la sensibilidad se multiplica. La mano pasiva se abre y se cierra durante un instante, como el estremecimiento de un pétalo, mientras la recubre con un tenue velo de lasitud. Las pestañas le acarician también los pómulos, acompañando el ritmo pausado de los gestos.
    
Se detiene de pronto para unir las manos en un contacto leve, casi casual, palma contra palma con los dedos separados, y se observa los pulgares siameses que apuntan hacia el techo con un mínimo vaivén circular. Ahora tiene los ojos abiertos pero miran hacia dentro. La conciencia de sí mismo desplegándose poco a poco. Tarda un momento en mirar al frente y ver, en estirarse en su asiento, reacomodar la mochila entre las piernas, atusarse el pelo y colocarse el flequillo. El ademán es tímido, nervioso.

Alrededor nada ha cambiado; libros, periódicos y móviles ocupan la distancia de seguridad de cada uno. La mía se ha roto, abierta a la sensación mezcla de placidez y culpable complacencia de estos últimos minutos. Me pregunto si también la suya está dañada, si la ingenuidad de su abandono está quebrada tras el repentino despertar de la realidad. Había algo tan íntimo.

Llega mi parada, salgo del vagón, intento retomar la lectura en los repetidos tramos de escaleras mecánicas pero no me centro. Aun en el barullo de la oficina, durante el resto de la mañana, solo tengo que retraer la mirada hacia el huequecito de mi cabeza que conserva ese instante de fascinación. Y recupero la paz. 



lunes, 27 de abril de 2015

Apego

Solemos aferrarnos a lo que tenemos: objetos, personas, sentimientos, recuerdos; y nos cuesta desprendernos de ello como si nos estuvieran cortando una libra de carne.

sábado, 11 de abril de 2015

Embarcada en un viaje por las letras

Algunos de los que me conocen un poco saben que me gusta jugar con las palabras y contar historias: habladora, teatrera y libroadicta definen tres de mis debilidades características. Esto, supongo, facilitó mi propensión a enfermar de escritura,  dolencia que padezco desde pequeñita junto con la tendencia a la dispersión y el despiste. Una mezcla aterradora, os lo puede asegurar mi madre.

No diré cuánto he escrito, cuánto he roto ni cuánto tengo guardado pero sí que, en ocasiones, me gusta compartir el resultado aunque de forma un tanto limitada. Y, si el atrevimiento me aguijonea lo suficiente, traspaso mis propias líneas de defensa y lo llevo a campo abierto (con reticencia o, quizá, miedo, lo confieso).

De mis actos temerarios no tengo queja hasta el momento porque, para mi sorpresa, la suerte me ha sonreído. Podría decirse que casi he hecho pleno en mis apuestas, pocas y sin pérdidas. Y aquí están, de vuelta al escritorio de donde salieron, aunque ya no se guardarán en el cajón. Las dejaré a la vista.


De la revista Argonautas (donde me han publicado dos cuentos), ha nacido la Editorial Argonautas, que comienza su labor con la publicación de un libro de ilustración artística y una antología de relatos. Entre estos hay tres míos:  “El viajero en el sillón de cuero”, que ya apareció en el segundo número de la revista, y otros dos inéditos, “El vestido rojo” y “Marea alta”.



La editorial se presentará oficialmente el próximo viernes 17, en Madrid, en un acto al que iré no sé si más intimidada o contenta. Los libros están disponibles en Amazon y Lektu (aquí en edición digital), por el momento.


Esta revista-fanzine “estacional” es la interesante iniciativa de La Esfera Cultural cuyo primer número ha visto la luz esta semana. 



Un proyecto que me encantó, como lectora, desde que tuve noticia de él y al que me atreví, casi en el último momento, a enviar un cuento breve, muy breve.

Y ahí está “Las uñas”, mi pequeña aportación, que podéis leer si os hacéis con la revista o echando un vistazo en Calaméo.


Para conocerlas mejor, en la biblioteca hay información másdetallada. Pasad a verla. 

domingo, 22 de marzo de 2015

“Haz algo diferente”… no, no es un consejo: es un sorteo.

De lo que puede ser capaz una por culpa de la codicia. Por ejemplo, de llegar a casa después de varias horas de viaje y, apenas recogida la maleta y tomado un tentempié, sentarse frente al ordenador para escribir una entrada en su blog con el único fin de sumar puntos y participar en el sorteo de un libro.  Avaricia pura y dura. Pero es que el libro es  “Haz algo diferente: 50 retos para potenciartu pensamiento lateral”, de Marcos Martínez, también autor del blog PensamientoLateral (si no lo conocéis, echadle un vistazo).




Y aquí estoy, a estas horas de la noche, escribiendo esta pequeña y torpe entrada para haceros saber que se está sorteando este libro en los blogs de Ana Bolox, Detrás de un escrito, y Cris Mandarica, Detrás de la pistola. Y que podéis participar hasta el día 29, si os interesa el libro o queréis castigarme por codiciosa. 

jueves, 19 de marzo de 2015

Para el recuerdo

Solía beberse el café ya frío, espolvoreado de partículas de ceniza del cigarrillo que se había fumado con la mirada absorta, concentrado en los devaneos de su imaginación. Luego se oiría el teclear errático de la Olivetti, verde como las praderas del sueño, el sonido de las palabras trasladadas al papel antes de ser difundidas a quien quisiera escucharlas. Escribía de oído, igual que tocaba el piano, pero sabía transmitir con ello la pasión incombustible de quien ama lo que hace (y se sabía un privilegiado por hacer lo que amaba). El papel se amontonaba sobre el escritorio y alrededor del cenicero repleto de colillas, aquel papel tan fino y translúcido que parecía resaltar el carácter transitorio de las letras que lo llenaban. Un micrófono y las ondas se encargarían de hacer públicas sus palabras. Esa fue su manera de contar y compartir aquello que, en cierta forma, era su vida: la música. Y así fue como su carácter abierto de buen asturiano, la voz ronca de fumador empedernido y un inglés divertidamente atroz ocuparon un espacio propio en la radio musical durante décadas.

La habitación más grande de su casa no era un salón sino el Cuarto de Música, así, con mayúsculas, el lugar donde el trabajo y el placer se aunaban de forma maravillosa. Pedacitos de historia del disco bajo la forma de dos gramófonos, uno clásico y otro portátil, que ocupaban los lugares destacados que su significado merecía. El tocadiscos, luego acompañado de otros parientes tecnológicamente evolucionados, y los enormes altavoces. El piano con el que recreaba sus piezas favoritas, sobre todo de jazz, y nadie más tocaba. Aquí y allá, testimonios de su experiencia vital: la foto que se hizo con el gran Cole Porter antes de su entrevista, dos cuadros dedicados que su amigo Aute le regaló, la cariñosa caricatura que le dedicó su apreciado José Ramón Sánchez y algunos premios por su labor, un poco más a desmano.  Y, por supuesto, la discoteca: miles de discos reunidos en tres paredes de estanterías de cuatro metros de altura. El marco perfecto para el escritorio donde preparaba sus artículos y guiones y el sillón orejero donde sentarse a escuchar y disfrutar de la música. Un pequeño paraíso para olvidarse del mundo.

No era un ermitaño, sin embargo. Era un ser social por encima de todo y, armado con ingenio y desparpajo, disfrutaba con la gente y con cada momento. Fiestas, festivales, presentaciones; cualquier ocasión era buena para conocer, charlar y reír. Era habitual verlo salir en las fotos con el cigarrillo entre los dedos, ese sempiterno cigarrillo que acabó llevándoselo, y una sonrisa que tenía algo de socarrona y estaba llena de encanto. Decían que tenía un aire a Clark Gable y a él le gustaba presumir de ello, porque era muy coqueto. No cumplía años, solo vivencias. Y era capaz de cautivar a cualquiera que entablara conversación con él, aunque fuera accidental. En lo profesional y en lo personal, mezclados en su caso, porque para él los dos mundos se habían fundido en uno como solo puede hacerlo quien vive su vocación desde dentro. Muchas de sus amistades llegaron de aquel ambiente y los oyentes solían llamar a casa para hablar con él, incluso años después de haberse jubilado.  

En la historia de la radio musical hay una línea donde está su nombre, pero también hay un hueco muy grande que, junto a su ausencia, algunos ayudaron a agrandar. Quizá debió escribir también para publicar y dejar constancia de lo que vivió, no solo para que las palabras se las llevara el tiempo. Sí, no es una errata (las erratas las han cometido otros, no sé si intencionadas); es el tiempo quien nos roba mucho más que las palabras, quien sesga las vivencias y, a veces, arranca de raíz los recuerdos. El olvido nos mata lentamente y eso lo saben bien quienes lo utilizan de forma premeditada.

Por eso, hoy he querido traerlo aquí.

Juan Mª Mantilla Pérez de Ayala nació en Oviedo, no importa cuándo (y, si importara, él tampoco lo diría), y aunque vivió fuera la mayor parte de su vida fue siempre un asturiano de pro, orgulloso de su condición de carbayón.

Se dedicó profesionalmente a hablar y escribir sobre las dos pasiones que abarrotaban su corazón y su casa: la música y el cine. Escribió para periódicos como el Ya y realizó varios programas de música, especialmente de jazz, para Radio Peninsular y Radio Nacional de España, primero en Madrid y a partir del año 75 en Santander. Entre ellos, “Tiempo y ritmo”, con Rolando Gómez de Elena al micrófono, “Club de Jazz”, presentado por Matías Prats (padre), o el último y más recordado, “Mirando hacia atrás con música”, con las locuciones de Jesús García Preciado y Esther Rodríguez Torio.

Fue bueno, muy bueno, y muchos no entienden por qué se ha relegado su nombre de las crónicas de la radio.

Yo tampoco lo entiendo pero, claro, dirán que soy parcial.

Porque era mi padre.

Y este recuerdo, hoy, es mi regalo.

Estés donde estés, sigue disfrutando.


El vídeo original, aquí



P.D. Gracias a los que aún se acuerdan de él, de sus programas, de su simpatía y hasta de su inglés macarrónico. Seguro que él también se acuerda de vosotros. 

lunes, 2 de marzo de 2015

Cambiar

Cambiamos las pequeñas cosas que quedan a nuestro alcance con la esperanza de llegar a cambiar también las grandes, aunque éstas,  demasiado a menudo, no dependan de nosotros.
Pero seguimos intentándolo.
Algún día, quizá, lo consigamos.

lunes, 9 de febrero de 2015

Sobre los beneficios del frío... o no

Por estas coincidencias que la vida te trae, al sistema de calefacción y agua caliente de mi edificio le ha dado por romperse pasado fin de semana, sí, este que parece haber sido el más frío del invierno (y quizá de unos cuantos más). Friolera como soy, no es extraño verme aterida unos nueve meses al año, más o menos, pero encontrar al costalero tiritando es algo bastante infrecuente. Definitivamente, era el fin de semana de sofá, manta y horno por excelencia.

Dicen que las duchas frías son recomendables porque despiertan y estimulan. No lo voy a negar pero no son para mí, gracias. Con practicarlas cuando no me queda otro remedio ya tengo suficiente. Supongo que con “estimulación” se refieren a la motriz, porque ponerme bajo un chorro de agua helada solo me motiva a dar saltitos mientras me mojo para aclararme el jabón o a corretear, una vez fuera, bien envuelta en la toalla. La estimulación mental, en mi caso, se queda reducida al tamaño de un grano de escarcha: sólo soy capaz de pensar en cómo diablos me calentaré.

También está la cuestión sobre los efectos conservadores del frío. Los frigoríficos son estupendos para ralentizar la degeneración de los alimentos, pero no estoy por la labor de meterme a dormir en uno como si fuera un vampiro polar. Si me degenero me da igual; de eso trata la vida, al fin y al cabo, de crecer y decaer sucesivamente. Lo de la criogenización está por demostrar, así que, mientras tanto, me remito al antiguo lema de Adolfo Domínguez: la arruga es bella.

Podría pensarse que el frío promueve, de algún modo, la cultura cuando te acurrucas en el sillón, arrebujadita en tu manta de pelo, con una bebida caliente al lado y un libro entre las manos… o, lo que es más habitual, frente a la tele encendida. Y entonces recuerdas la frase Groucho Marx sobre televisión y cultura*. Con tanto frío, no hay ganas de levantarse y mucho menos de salir de casa, pero es fácil defenderse de esa Circe tras la pantalla con buena música en los auriculares y el libro, sí, ese que no falte.

Cierto es que el fin de semana es muy largo para pasarlo atrincherado y el cuerpo pide aire fresco. Sientes ganas de contestarle como al niño que discurre jugar en el alféizar de la ventana: ¡quieto ahí! Cedes, sin embargo, porque la necesidad de respirar es inevitable, y cuando pones el pie en la acera y tu nariz recibe ese soplo de aire fresco, fresquísimo, gélido a rabiar… ¿Valiente? No, temeraria. En ese momento más que en ningún otro, te reprochas lo loca que estás.

El frío será beneficioso, no lo voy a discutir, pero tampoco generalicemos. Desde luego, no es mi caso. A mí, dadme una estufa, una chaqueta de lana gorda y una taza de té humeante. Así pertrechada no me importa el frío, casi lo agradezco, porque ofrece la mejor excusa para un rato placentero.




*”La televisión ha hecho maravillas por mi cultura. En cuanto alguien enciende un televisor, voy a la biblioteca y leo un libro”. Todo un ejemplo a seguir.

lunes, 2 de febrero de 2015

Los escritores hablan: El espejo roto de las palabras

Esta sensación de manejar fragmentos, de intentar recomponerlos y conseguir una imagen completa… esta sensación que cosquillea, que escuece hasta doler. Así lo expresa Natalia Ginzburg:

«Cuando he escrito novelas, siempre he tenido la sensación de encontrarme en las manos con añicos de espejo, y sin embargo conservaba la esperanza de acabar por recomponer el espejo entero. No lo logré nunca y, a medida que he seguido escribiendo, más se ha ido alejando la esperanza. Esta vez, ya desde el principio no esperaba nada. El espejo estaba roto y sabía que pegar los fragmentos era imposible. Que nunca iba a alcanzar el don de tener ante mí un espejo entero.»


martes, 20 de enero de 2015

Palabreos: Principios

Principio. (Del lat. principĭum).

1. m. Primer instante del ser de algo.
2. m. Punto que se considera como primero en una extensión o en una cosa.
3. m. Base, origen, razón fundamental sobre la cual se procede discurriendo en cualquier materia.
4. m. Causa, origen de algo.
5. m. Cada una de las primeras proposiciones o verdades fundamentales por donde se empiezan a estudiar las ciencias o las artes.
6. m. Norma o idea fundamental que rige el pensamiento o la conducta. U. m. en pl.
(…)


A veces me parece que la vida se compone, sobre todo, de principios. Desde la primera contracción y el primer aliento. Algunos de ellos sucesivos, otros yuxtapuestos. Cada instante es un principio: el origen de un tiempo, el comienzo de un acto o la razón de un sentimiento. Mil inicios para construirnos. Porque de los otros, de los que nos guían, tengo la impresión de que no andamos tan sobrados.


lunes, 12 de enero de 2015

Cada día.

Dejar pasar el tiempo que aprieta, resistir la tentación de lo oscuro, rehacerte agarrada a una hoja de papel. Luchar. Crecer.

jueves, 8 de enero de 2015

Una mirada esquiva a hombres y dioses.

«El problema no es la religión sino lo que los hombres hacen con ella». Lo dicen las personas con un mínimo de sentido común. Yo iría más allá porque, después de todo, la religión es un invento humano. Los hombres la hemos creado y utilizado, no sólo como medio de comunicación con una divinidad nacida para dar sentido a nuestras vidas (a través de determinados interlocutores) sino para manipular a otros (por medio de esos mismos interlocutores). Y llegó un momento en que se nos fue de las manos. Y en esas andamos todavía, porque parece que nos cuesta aprender.

No tengo nada contra los dioses a nivel general, incluso hay algunos de los que soy verdadera fan. Son mucho más divertidos que los vulgares protagonistas de la chismología cotidiana y no tienen la culpa de que los hayamos contado así. Me molesta mucho más la arrogancia de los hombres. A algunos se les llena la boca hablando de valores religiosos y se olvidan de que los valores son, ante todo, éticos y humanísticos y que el respeto, articulación básica de la convivencia, no necesita del hálito divino para existir.

Respeto todas las creencias mientras ellas me respeten a mí y permanezcan en el ámbito personal que debería serles propio. No respeto que me quieran imponer su dogma. La atea que se esconde bajo mi hábito de pagana en zapatillas se rebela contra cualquier ortodoxia religiosa. Se irrita. Se niega a admitir todas estas ignominias disfrazadas de preceptos sagrados y tanta hipocresía extendida bajo la manta de una doble moralidad.

Al final, quizá el problema sí sea la religión, que a estas alturas de la vida ya nos sobra.






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